6 de abril de 2009

EL AVISTAMIENTO DE RAMÓN MATABEBO O, AMOR ES AMOR.

Se dice que amor es amor.
Y eso se puede aplicar en el raro asunto de la aparición de Ramón Matabebo que pasó desapercibido en la vida común de la gente diaria y lo que es más, en todos los archivos de sucesos extraordinarios; y lo que es peor, en los casos de la ciencia especulativa cuyo objeto de estudio son los dementes o casos anormales. El avistamiento no fue importante, ni siquiera espectacular. Pero fue un caso portentoso sin duda. ¿O, acaso fue un sueño arrancado de las amarillas páginas de un viejo libro de un manicomio, que la gente normal le llama archivo clínico?

Ahora, la breve vida de Ramón Matabebo tampoco fue motivo de recuerdos ni de comentarios particulares algunos. Eso se debió a lo mejor porque murió muy joven, -dirían unos- o porque en verdad no valía la pena, -dirían otros-. Pero no hay vida humana que no merezca una admiración o al menos una mirada de sobresalto.

Él era un ser pensante y sintiente, casi como tú o como yo, y eso ya es motivo de un discurso agradablemente humano, reflexivo y, ¿Por qué no?... Bello. Vivió aquí y respiró el aire que ahora tu y yo disfrutamos, lo respiró aunque no necesariamente de la misma forma, yo creo que era el mismo aire. Pues el aire finalmente es el patrimonio de todos, a diferencia del dinero, éste, al parecer, es lo único que nos hace diferentes en la ciudad o en cualquier otro lugar, pues pobres y ricos compartimos el aire con gusto y agrado, pero nuestros pulmones no puden igualar a nuestros bolsillos, éstos resguardan diferentes cantidades de maldito dinero. A los que tienen aire se les llama saludables o seres vivos, y a los segundos se les dice simplemente ricos. La clasificación es buena, pensaron los pudientes, pues su trabajo les costó acumular su riqueza y que bueno o gracias a Dios, todavía hay clases.

Todos vamos a morir, es cierto y en el futuro vendrán generaciones tan distintas a nosotros que enfrentarán sus propios problemas y miedos, el fundamental quizá sea, el de sobrevivir cuando acabe la vida productiva del Rey Sol, y entonces nuestros hermanos o hijos deberán buscar por todos los medios que no acabe la especie humana, aunque ésta sea celosa, envidiosa, ambiciosa, cruel e inhumana; todos cobijamos una sonrisa a lo mejor por miedo de que acabe tanta egolatría y al mismo tiempo por el poder desmedido que Dios, en una borrachera de bondad, regaló a los humanos. ¡¡Que afortunados somos de ser y de existir!! Y todo el poder se acaba en un segundo; lo mejor es, creo, el no apego a la vida, aunque es tan dificil no amar a lo que se ve como regalo a la vista y a la vida. Por ejemplo, Eugenia.

Aún así, esas eran dulces preocupaciones que pertenecían a otros, no a un muchacho de 17 años que vivía sin saber y después moría sin querer. A él le hubiese gustado conocer a un descendiente suyo, no en la tumba, como se acostumbra en el último de los casos, cuando ya no hay más, sino vivo, lleno de carnes con movimiento. Pero el niño que recitaba poemas hasta a los árboles en noches de lunas y sobre todo a las chiquillas hermosas e insuperablemente bellas de su época a las que les decía frases tan incomparables como las siguientes que dedicó a su mujer y novia, y a la que le pidió la prueba inevitable de amor, la cereza que sangra por única vez en el universo, murió:

Mi dulce niña o primavera de amor
Te amo porque aunque te alejes
Jamás podrás salir de la Vía Láctea
Eres mi pequeñita y la más bonita
Y no puedes salir ni siquiera de mi corazón
¿Cómo te atreves a salir del universo?

No puedes escapar ni con tu sonrisa cómplice
Ni siquiera en esa nube coqueta que ayuda
No puedes escapar de mi enamorado corazón
Siempre vivirás en él a pesar mío y a pesar tuyo

No te dejaré ir mientras llueva todo el día
Ni en el agotador sol de agosto que fatiga
No saldrás de mí nunca de ninguna forma
Ni como flor de mi tumba te podrás librar

Te amo y a ver qué puedes hacer contra eso
Me deprime forzarte a amarme, pero,
Prefiero eso a despertar sin tu amor,
Prefiero el chantaje de mis lágrimas
A limpiar mis ojos y no verte en mi soledad


Lo único cierto es que después de que vivió Ramón, le tocó turno para vivir a su hijo y después de éste a su nieto y por último a su bisnieto que se llamó Jaime; la línea sanguínea que unía a los Matabebo era el amor, la música y el cine pues las cuatro generaciones de ellos eran fans de las aficiones antes dichas. Eso y nada más fue la vida de ellos.

Un inolvidable Matabebo, el último, el bisnieto del joven Ramón, fue muy popular en Ecatepec donde trabajó por 31 años y en Pachuca donde vivía y era conocido como Jaime el ancianito guapo, el enamorado de la vida, el compinche de lo que hacemos, el que no quería morir. Jaime despertó aquella mañana estúpida y ordinaria como cualquier otra, con otro sueño insólito para comentar. Quizá el sueño no daba para tanto, pero al menos daba para recordarse a sí mismo. Pues al final los sueños bellos sólo se sueñan una vez en la vida. Una vez y nada más y hay que sacarles jugo.
Jaime amaba la vida como pocos. Era platicador y coqueto, pues le gustaba ver a las niñas de preparatoria con las que se imaginaba mil cosas.

A pesar de la beldad de su último sueño hermoso e intenso, Jaime el viejito, el enamorado de la vida , el compinche de la vida, el que no quería morir, murió ese día si bien ya entrada la noche.

Y finalmente ¿a quién le importaba todo eso? De hecho el anciano excéntrico, muy seguido soñaba situaciones absurdas y peregrinas. Pero aquella vez su sueño si fue sobresaliente en verdad (despertó llorando), aunque todos sabían que era una extravagancia muy propia de su edad. Nadie le creía una palabra de lo que decía aunque todo fuera real. Y ese fue el último sueño del fantasioso. Parecía que la edad exacerbaba su delirante imaginación. Nadie lo criticaba pues era con escasa diferencia, un moribundo al que se le permite casi cualquier cosa, casi cualquier capricho o ilusión debido a su inexcusable condición poco envidiable de aquél que dice adiós con la mano para siempre. Se reía como un loco que nunca había tenido vacaciones (o como un payaso sin chistes frente a un circo lleno de público), y ahora que tenía las vacaciones, no sabía qué hacer con ellas. A pesar de todo, era un hombre muy triste porque nunca tuvo la dicha y fortuna de tener un hijo. Nunca tuvo el contento de abrazar a una parte de él mismo, producto del amor. Él creía en la intuición y sospechaba que era bueno estar vivo tal como lo dice una de las mejores canciones de todos los tiempos y que es de John Lennon y que se llama así: Intuición. Filosófica. Extraordinaria. Irrepetible. Acaso el dedo pequeño de Dios.

Vestía bien casi siempre de traje o ropa formal, usaba casimires importados cuando podía y tenía un bigote negro perfectamente recortado que de plano desentonaba con su cabellera blanca y para nada abundante. Era un viejo presentable aunque la ropa fina no podía ocultar el vencimiento y envejecimiento interior. A lo mejor las ideas no envejecen pero los cuerpos sí, y muy rápido.

De seguro se pintaba el bigote y decían muchos que no le caería mal si igualase el mismo tono de tinte a las patillas, pues eso sí, elegía un color daltónicamente distinto al resto del poco pelo.
Todas las noches se persignaba, creía en la reencarnación; y al primer trago de cerveza le surgían ideas francamente extrañas. Era un enamorado de la vida. Era uno de esos locos que necesita la vida. Amaba a sus antepasados, y exgía que a su amor se le pusiese una veladora cada día de muertos: era ella la linda mujer que por más veladoras de muertos que se le pusiesen en el altar, jamás podría morir.

Como no tenía hijos, el inolvidable viejito que daba lástima, usaba su energía en darse esos lujos es decir, en tener sueños infrecuentes y demenciales, para decir verdad, todos los platicaba y comentaba con su peluquero, pues salía más barato cortarse el poco pelo que tenía, que consultar a un psicólogo: divagaba en imposibilidades y luego las materializaba en la casita de nadie, llegaba a los juegos de cuando uno es joven y se invita a otros inocentes que también crecen irremediablemente hasta convertirse en viejos. Aunque no todos estén tan chiflados. Comía diariamente a la misma hora aunque no el mismo lugar, pues le atraía mucho, los distintos sazones de las señoras del mercado.

Claro que la primera regla por ser viejo es convertirse en sumiso, es una ley natural. Esa es la principal condición que los locos respetan, si no fuera así, los enanos ya no estarían haciendo poemas en el circo de la desigualdad, ni tampoco los animales vivirían en la desventura de trabajar por comida; hacer una pirueta por un bocadillo, bien vale la pena, casi todos lo hacemos, “Al menos yo, confieso, lo hago frente a las señoras del látigo que para suavizar el adjetivo les dicen “licenciadas”. Son intratables e incompresibles, pero hay que comer, no hay de otra”, reflexionaba el viejito.

Aunque Jaime el iluso, el coqueto, no era tan viejo, dado el alcance de la medicina de 2009, a sus 77 años no era ya el seductor, el conquistador ni el muchacho que alguna vez Dios le dio oportunidad como a todos los seres vivos, y si no a todos, al menos a los más queridos por la Divinidad o Fuerza Invisible, de ser una aproximación de la eternidad a través del amor.

Dios les dio a aquellos afortunados, dulces privilegios para gozar el mundo sin reflexiones profundas y todavía más, sin preocupaciones, que ya es mucho decir. Jaime el enamorado de la vida y de los hijos, se casó cuatro veces y cuatro veces dejó a sus esposas no preñadas, y las abandonó por que no pudieron darle un vástago o descendiente. Desde luego la culpa de no poder procrear era únicamente de él.

Sin embargo ese gran día, Jaime soñó, después de haber visto un programa de gran calidad en National Geographic, que visitaba a la luna Titán y que veía a unos seres gigantescos parecidos a los Atlantes de Tula pero sentados en tronos y con una cola señorial. Eran tan grandes que cualquier medida humana sería un insulto al límite de la comprensión.

Jaime Matabebo despertó enfermo como de costumbre sin que nadie le hiciera caso, pues no tenia parientes ni hijos, decidió entonces sabiamente ir a caminar al parque Pasteur de Pachuca, aquél que había sido cementerio hacía ya algunos años (y donde yacían los restos de algún antepasado suyo), y que ahora era paseo de algunos vivos, era un jardín hermoso, lleno de algunas bellezas que la historia las califica siempre de señoritas. “Mi corazón no, claro”, dedujo el vetusto. Pero es incomparable verlas caminar, pues limpian todo a su paso y con sus sonrisas mejoran la mala vibra, como flores de extrema fragancia. Eso que dejan ellas, (que parece perfume), se llama amor. Son las hierbas que usan los brujos para las limpias. Son la maldita bendición de la vida y no es coraje. Mucho muy al contrario.

Sobre ese piso tan plural: nuestro parque Pasteur, el anciano había visto ofrecimientos de niñas a viejos asquerosos, “No sé si por dinero, por lástima, por experiencia o coraje, pero no creo que por amor. O no sé. ¿Quién soy yo para afirmarlo?” Se decía a sí mismo. Y los árboles presumían todo su esplendor, como retando al tiempo, se mecían al ritmo del aire y parecían sustancia de los que ya no están físicamente, al menos en forma de humanos, pues en forma de viento, parecían insistentes. A lo mejor por eso le dicen a Pachuca, "La bella Airosa". Eso a lo mejor, no lo sabremos nunca. Al menos no ahora. Pero se intuía ya que amor es amor.

El viejo buscaba alegría y algo de vida para sus ojos cansados y moribundos, por eso no se había ido a internar a un asilo de ancianos si bien tenía dinero para hacerlo, pues había trabajado para el sistema de agua del gobierno priista, el ingrato partido de sus amores, rival de sus antepasados rebeldes por una mejor justicia. De hecho, esa no era la equivocación política más grande de su vida pues alguna vez votó por el PAN a pesar de pertenecer a una convincente ideología de izquierda. Él creía en la igualdad terrena.

Fue, digamos, un hombre con suerte, un travieso a quien no le importó la saliva perdida de una novia o muchacha, que enamorada entregó su vida a otro más hombre, ó si no más hombre, al menos al más suertudo o dichoso. ¿¡Qué importa la sangre de un amor si en ello se juega la sangre propia!? Él amaba y admiraba a las mujeres que no eran vírgenes, a diferencia de su bisabuelo que en paz descanse, quien pensaba justamente al revés. Eran valores distintos posiblemente acordes a la época de cada uno de ellos.

Ese día inolvidable para los que piensan o creen vivir, iba morir el cascarrabias de Jaime Matabebo, obvio que él no lo sabía. E inocente fue a su parque favorito a buscar parejas de lesbianas que era su distracción predilecta: Niñas besándose en público, ese era su mejor dulce para su muerte inevitable y hasta cierto punto descanso a sus terribles pensamientos y calma a su locura de emociones.

De pronto Jaime, el viejito enamorado, el compinche de la vida, el que no quería dejar el traje, el necio para morir, vio a un chamaco de 17 años bastante extraño. Era casi un competidor. El desconocido estaba vestido como un niño de películas antiguas y miraba todo a su alrededor bastante sorprendido y hasta se pudiera decir que estaba asustado. Era un tipo raro no sólo por su edad sino por sus ropas y su forma de ser. Era un retador del destino.
De toda la gente del parque, sólo el escuincle ese tenía una rara y poderosa semejanza con el enojón. Parecía, según sus ojos, casi como el rebelde que fue el viejo Jaime hace años, hace muchos ya. Verdaderamente.

El amante de la vida cotidiana tuvo miedo, sobre todo cuando el joven temerario se acercó al decrépito con mirada asustada pero desafiadora. Lo miró a los ojos y Jaime no tuvo otro remedio que responder a las preguntas del niño que inspiraba algo de respeto, amor o miedo. No sabía por qué. Era como su hijo, aquél que nunca tuvo, pensó.

Pero Jaime Matabebo nunca pudo ser un progenitor. El maldito destino le negó la dicha de vivir neciamente unos años más a través de otro ser que la gente les llama hijos. Éstos, son como extensiones de uno mismo, son continuadores majaderos de un destino finito que a resumidas cuentas es invencible y que ni las trampas como el amor ni la conquista amorosa de Dios, jamás han podido ni podrán burlar o derrotar. Y aunque sean inútiles, ¡qué bello es cambiar un pañal a un bebé o dar un consejo a un adolescente, o un beso a otro ser que se avergüenza de nuestras canas!

Aquél joven se llamaba Ramón Matabebo. ¡Sí, se apellidaba igual que Jaime! Esto se debía a que el joven Ramón Matabebo era bisabuelo del anciano. Expliquemos esto. Si es posible.

Ramón Matabebo no fue en realidad un adolecente precoz, de hecho solo tuvo una novia antes de la madre de su hijo quien al paso de los años se convirtió en el abuelo de Jaime Matabebo.
Ramón con su segunda novia, Hortensia, tuvo un noviazgo francamente corto, pero lo suficientemente largo para incluir en él, las consabidas frases de amor, las promesas de eternidad y cuatro relaciones sexuales, todas con protección que consistía en coito interrumpido, pues en esa época no había ni tanta información, ni tanta permisividad moral, ni mucho menos tantos métodos anticonceptivos. Estamos hablando de hace más de doscientos años.

Aún así Hortensia salió embarazada aunque Ramón ya no pudo conocer a su vástago, pues antes de que éste naciera, el inmaduro padre perdió la vida trágicamente.

Ramón se mantuvo en el limbo hasta que se presentó la oportunidad (Gracias a Dios, por portarse bien y por una gracia singular), de conocer a su último descendiente: Jaime Matabebo. Era conocerlo y descansar en la cama suave de la eternidad. Él ya no podría vivir en nadie más, con Jaime se acababa para siempre el apellido Matabebo. Fue su última oportunidad de conocer a la vanidad de la perpetuación de su sangre, o de vida, egoísmo y vanagloria y por eso se le permitió, excepcionalmente, despedirse de su última oportunidad en la tierra. Ramón era un buen chico en verdad.

Ramón Matabebo cambió las valiosas gotas de su sangre, su vida, sus únicos fluidos existenciales y su futuro terrenal, sólo por conocer a la última sangre de su sangre, a su hijo amoroso, a su muerto inevitable y a su descendiente final. Y no le importó en qué condiciones ni a qué precio.

A lo mejor se le concedió su apasionado deseo porque finalmente a Jaime se le vedó el derecho de procrear, es decir, de tener un hijo, de heredar sus problemas y fortunas y un poco de ADN, de hecho esa tarde hermosa en Pachuca, fue la última que Jaime vio en su vida y por consecuencia también la última de los (enamorados de manera filial) Matabebo. Nunca volverían a ver el mundo, y lo último que vieron fue el Jardín Pasteur de Pachuca, el lugar de encuentro de muchos desencontrados.

El alquimista mágico confundió las fechas y personas, tuvo una distracción y no vio el reloj, permitió que dos seres humanos llenos de sentimientos honestos y deseos desencadenados pudieran conocer a su línea sanguínea perteneciente aunque no en un orden lógico y normal. Pero les juro que eso es lo de menos. Lo importante es la magia que se consiguió. Pachuca y su bello Parque Pasteur fue el escenario, porque: Amor es amor.

El bisabuelo que debía tener muchos años de muerto se veía -sólo por esa tarde maravillosa en el Jardín Pasteur-, rebosante de juventud y ganas, en tanto que el bisnieto se veía viejo y temeroso a la muerte. La diferencia es que el segundo estaba vivo y el primero no. Éste, el joven, veía azorado los cambios: las putas de ahora no eran como las de antes aunque el amor y el dolor seguían siendo igual que siempre, además seguían siendo identicamente, o a lo mejor un poco más bonitas. Es una sublime tentación que ni los muertos pueden pasar inadvertida.

El viejo sintió ternura y admiración cuando vio al joven, en tanto el joven sintió curiosidad y miedo cuando vio al viejo. Chocaron dos generaciones tan distintas pero al mismo tiempo unidas por un sentimiento compartido: amor y un vivir aunque sea en el corazón y boca de otros.
El encuentro se debió al amor filial que por razones lógicas también intervinieron mujeres en el milagro, es decir esposas y madres. Ambos se volvieron niños por un instante y jugaron felices, en un juego previo a la eternidad. ¿O acaso un juego previo a la nada?

Los dos hombres, los dos seres humanos que se negaban a la muerte, se vieron la cara, cruzaron algunas palabras y por un halo fantástico se abrazaron.

La gente del parque los veía sin ningún asombro, la escena era sólo un abuelo abrazando al nieto, pensaron uno o dos que se molestaron en voltear la cabeza para ver uno de los tantos cuadros que tiene nuestro Jardín Pasteur. Otros no hicieron caso de ese momento irrepetible, pero lo cierto es que era justamente al revés: en realidad era el bisabuelo que se dejaba abrazar cariñosamente por el bisnieto aunque los cuerpos físicos contradijeran a la ciencia y a la lógica más elemental.

Para el viejo ver a su bisabuelo vivo y joven, fue una premonición fantástica, fue un avistamiento increíble y extraordinario, no vio jamás a un descendiente por que así estaba escrito en su destino, pero vio a su bisabuelo. ¿Quien de los dos tuvo el hechizo de tal privilegio? Creo que fueron los dos por tanta energía deseada. Pues amor es amor.

Después del abrazo cada quien tomó un rumbo distinto: el bisnieto llegó a su casa para morir y el bisabuelo regresó al limbo para esperar a su último descendiente con los brazos abiertos.

Posiblemente dentro de este engranaje absurdo, sólo el papá de Jaime Matabebo no tuvo problemas existenciales ni siquiera post mortem. Tampoco los tuvo el hijo de Ramón Matabebo, él también fue un padre feliz que aunque sólo tuvo un hijo varón, vivió su vida feliz e hizo una familia unida y bella.

Quizá los únicos atormentados por el derrotero de la muerte, fueron el impredecible y vigoroso Ramón y el romántico y senil Jaime Matabebo. Pero para eso existe Dios, para componer los errores de sus discípulos.

Ramón y Jaime Matabebo se murieron como cualquier otro maldito o bendito mortal, no más, no menos, se perdieron en la inmensidad de la nada. Corrijo: en la bendición del universo y contra eso no hay antídoto, sólo que ellos a diferencia de nosotros tuvieron un momento extraordinario, bellísimo y didáctico en sus vidas al encontrarse el uno con el otro. Porque como ellos lo supieron, amor es amor.

A lo mejor sólo fue otro sueño y demencia senil del acabado Jaime. A lo mejor leyó mucho sobre sus antepasados o le platicaron demasiado sobre sus ancestros aquella inolvidable noche de año nuevo de 1964, para terminar ahora de esta forma.

Lo cierto es que Jaime Matabebo murió sin el abrazo de hijos, pero con el abrazo de un papá lejano aunque aquél fuera sólo un chamaco vestido antiguamente. Era un abrazo de un amor indescriptible en el cual el tiempo es irrisorio. Contra el amor, las dimensiones, la distancia y la lógica, sirven de bien poco.

Pues, amor es amor.