Dejé
mi antiguo oficio de mago, porque ya nadie se sorprendía de mí; de mi, ni de mis
antes espectaculares y sorprendentes actos de magia que realizaba con ensayado
gesto solemne y teatral, todos captaron mis trucos muy rápidamente y muy pronto,
todos se desesperaron, me abuchearon y se fueron muy molestos de la pobre carpa
que tenía foquitos azules, rojos, verdes y amarillos y un nada pequeño anuncio
prometedor con letras verdaderamente grandes. Esa carpa parchada para prevenir
la lluvia y el frío invernal, fue mi querido hogar por muchos años. Yo amaba a mi
única casa.
Por
esa razón arrojé mi remendada capa, sombrero artificial y bastón descolorido en
ese viejo baúl donde se guarda todo lo que ya no sirve. Al salir de ese cuarto
lleno de humedad, de pronto ya no supe que hacer al tener frente de mí, -yo,
desempleado-, a la inmensa calle que no conocía de día. Confieso que me dio
miedo, metí las manos a las bolsas del pantalón y sólo encontré un pequeño
agujero. ¡Ni siquiera agujeros grandes podía tener yo!
Reflexioné
un poco sobre mi fracaso y tras muchas horas de meditación y de revisión de
errores, pecados y defectos, me di cuenta que no debí amar tanto, debí, amar mejor,
que son circunstancias abismalmente distintas. En mi descargo, digo que
entonces no sabía la diferencia, (creo que si la hubiera sabido a lo mejor
hubiera cometido la misma pifia, un verdadero enamorado nunca se da cuenta de
esas cosas tan superficiales), yo amé tan loca, profunda y ciegamente que no
supe amar con calidad, solo amé con locura infinita, sin mesura y sin pensar en
el futuro,-que a lo mejor hubiera sido mi mejor amigo en caso dado, pero ahora
ni eso tengo-. Desde ahí empecé a equivocarme.
Mi
corazón no entendía entonces, de reglas, pesas o medidas, sólo amaba porque de
ello dependía su vida misma, cada latido y golpeteo de venas en el cuerpo, (
que entonces todavía no tenían medicamento), era un grito de amor para ella,
era un pedir perdón hasta por las cosas que yo no había hecho, era llorar por
cada latigazo de mentiras, groserías y desdén que me hacía cada semana, y
después de los golpes, lágrimas y sangre, corría yo a abrazarla y decirle que ella
era buena y que me hacía feliz con cada movimiento caprichoso de algún dedo
suyo. Si ella sonreía, mi corazón también lo hacía, si ella estaba triste, mi
corazón se afligía como nunca. Pensé que eso era amor. Todavía lo creo. Es que,
todavía la amo.
Lo
que pasa es que yo nunca había amado como lo hizo John Lennon, fue muy
sorpresivo para mí vivirlo así. El estilo de Lennon es entrega total, así lo
dijo en la frase de una canción: “Amor es rendirse”. No hay mejor frase para el
verdadero amor. Puedo jurarlo por Dios, puedo y lo juro.
Yo
sabía que la sonrisa de ella era temporal, se mostraba así en lo que robaba mis
trucos de mago antiguo, -muy celosamente guardados-, aunque confieso, también pasados
de moda y sobradamente conocidos, pero al menos me daban de comer; no obstante,
a mí nunca me importó eso. Le enseñé con detalles hasta las ilusiones circenses
más secretas que guardaba para otra mejor niña, -que nunca llegó-. Iluminó mi
tarde gris con su mirada inocente, -no sabía entonces que ella mentía con tanta
falta de piedad y facilidad tan cruel-, por eso lo hice. Por eso me perdí. Y si
volviera a estar otra vez frente a ella, volvería a cometer los mismos errores,
o a lo mejor cometería peores. Es que no me funciona la razón si ella ya no
está aquí para reír, para mentirme, si ella no está para yo aplaudirle por cada
lágrima actoral tan esplendida. El engañador fue engañado, y fue tan descarada
y dolorosamente bello. Su actuación merece un Oscar y claro, todo mi amor, se
lo di antes de conocerla, porque lo guardaba para ella. Me enamoré de la
Campeona de las Mentiras. Me enamoré mucho y se quedó en esas notas.
Extravié
lo único que tenía, no obstante, lo peor de todo esto, es que no me importa, al
contrario, me gustó darle mis guantes, -ya no tan blancos-, para que
experimentara con mi trabajo. ¡Y me hacía tan feliz cada que se equivocaba,
porque entonces tenía yo el pretexto para abrazarla y pedirle que lo intentara
de nuevo! La veía con admiración fallar, aunque fallar a mí me parecía un
éxito. Era una niña con magia verdadera. Me sentí aprendiz, porque eso es lo primero
que pide el amor, humildad y entrega, así lo pide el estricto amor en su elitista
hoja de registro atiborrada de mil requisitos para entrar a su club tan
selecto.
Y
ya sin trucos, un mago ya no lo es. Entonces, la antigua estrella se vuelve un
escarnio del circo, un actor deleznable que ni risa, ni lástima, ni asco causa.
Acaso indiferencia y eso ya es decir.
Ni
siquiera pude hacer mi último truco con ella, cuando se fue, quería sonreír
cuando me cambió por algo mejor, pero en lugar de la risa, me brotaron muchas lágrimas
bien estúpidas que echaron a perder mi último acto magnifico. Entonces intenté
lo más desesperado: cantar y bailar para entretener a mi amor, para que no se
fuera de la carpa modesta llena de foquitos de muchos colores donde yo
trabajaba, pero fue peor, hice el más terrible ridículo, al cantar olvidé la
letra, y al bailar caí de bruces en el piso de donde ya no me pude levantar,
pero si pude alzar los ojos para verla partir con mis trucos en la mano. Cuando
salió de la carpa vieja en donde parecía que los foquitos tenues también morían,
dije con el corazón en la mano: “Dios te bendiga mi amor, gracias por haber
venido a ver al más fracasado de los magos a este circo que no tiene la culpa
de nada. No tengo forma de pagarte ese tiempo que perdiste conmigo. ¿Sabes? Todavía
te amo pequeña traviesa, eres la completa dueña de mí. Eres el amor de mi vida.
Y aunque ya no tengo corazón, todavía puedo sentir lo que profeso por ti: Te
amo”.
Ahora
me dedicaré a otra cosa, no sé a qué, pues ser mago es lo único que sabía hacer
en esta vida. De payaso no podría trabajar, porque no podría denigrar tan noble
oficio que hace feliz a los demás. Yo, ¿cómo haría para que no vieran tras mi
maquillaje, a un mago acabado y lleno de sufrimiento? No podría, hacer reír a
nadie, de verdad. A lo mejor sólo podría hacerte reír a ti y a los niños que te
acompañan, tú sabes los nombres, ellos te han asistido, ellos y otros
afortunados, a los que no mentiste. Pero a lo mejor ni siquiera eso. Ya no
tengo trucos, ni chistes, ni vida, desde que me diste la infame patada que
merece el peor de lo decaídos. Me arrancaste lo único que tenía: mis trucos que
sé, arrojaste indignada en el primer bote de basura que encontraste en tu
camino. Ni a ti ni a nadie, le pueden servir ya. Al verte partir, me sentí como el náufrago que
pierde su diario en la inmensidad del mar y que ve cómo se rompe la única
botella de vidrio -con mensaje adentro,- que tenía para arrojar al océano.
Y
ya desguarnecido, salí a la calle para buscar otra mujer que pudiera ayudarme,
claro, no a sustituirte, pero la calle estaba vacía, sobre todo a esas horas de
la mañana y también durante todo el día lo estuvo, y aunque busqué desesperadamente otra tú, no encontré nada; en la calle desierta sólo había un
taxista ebrio que dormido dejó el radio de su carro encendido y a lo lejos se
oía una canción que decía: “Creí que tu vida era mía, y que tú me querías como
yo te quiero a ti”. Entonces caminé en la fría madrugada hacia la nada, hacia
el vacío, hacia la soledad más espantosa, hacia mi cuarto donde nadie me
espera, ni me esperará, yo solo, ya sin trucos, ya sin mentiras, ya sin amor,
ya sin magia, ya sin vida, ya sin ti.
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